Por si quedaba alguna reticencia, con este nuevo registro se confirma que Ramón Lazkano cuenta ya como uno de los más importantes compositores de su generación en un panorama internacional que, tras su temprana vinculación francesa –no olvidemos que completó su formación musical en París con Grisey– y su presencia en escenarios europeos (como en ocasión del estreno en Berlín el mes pasado de Egan-1, a cargo del Plural Ensemble), se ha rendido al refinamiento de escritura y al universo estético propio que posee el compositor donostiarra.
Y aunque parcialmente representada en la discografía –así, Hilarriak y Zur-Haitz (Le Chant du Monde, 2005) o Eriden (Musikene, 2008)– y con obras recientes (Ttakun, 2005/06) o de estreno inminente (Mugarri) que completarían el panorama, la decisión de Kairos de brindarnos esta muestra de su producción sinfónica resulta fundamental para esta concluyente valoración, a lo que contribuye la difícilmente mejorable prestación solista de Molinari y del Cello Octet Amsterdam, heredero del renacido conjunto de Arizcuren, y la sabia batuta de Kalitzke, en grabación protagonizada por la OSE de septiembre del pasado año, necesarias sin duda para desentrañar los innumerables matices de una escritura orquestal tan compleja como eficaz.
Ya en Ilunkor (2001), encargo de la propia orquesta vasca, es perceptible la voluntad, como indica el propio Lazkano, de “… esculpir en el sonido, crear volúmenes y aristas con el silencio, saturar la armonía y extremar las dinámicas y los registros, concebir la forma como un laberinto de rupturas y de ventanas, el tiempo como una dimensión dilatada...”: en definitiva, gestar un espacio sonoro –y la vibración poética austera de Oteiza ilumina este espacio– casi ex nihilo, desde un vacío inicial animado paulatinamente y que toma conciencia motívica progresiva hasta configurar campos más dilatados en su duración y en la ampliación de su ámbito, puntuados de modo categórico por los metales en la sección central, cuya pulsación interna coloniza provisionalmente las fronteras apenas habitables del sonido hasta consumirse agotados en una luz fría y quebradiza.
Por su parte, Ortzi Isilak (2005), para clarinete y orquesta, incrementa el catálogo concertante del compositor, en que ya figuraban Hitzaurre Bi (1993) e Itaun (2003), y se incorpora con pleno derecho a otras contribuciones españolas al género para este instrumento en esta última década, como las de Cristóbal Halffter o José María Sánchez-Verdú; el clarinete, recluido en el registro agudo y en su sonoridad más lúdica, se interna, tras un diálogo rítmico con la percusión, en zonas umbrías, ve su figura deformada o refutada en el espejo orquestal y desnuda, sin éxito –al fondo, Mahler…–, una voluntad cantabile abruptamente coartada.
Este juego de perspectivas se enriquece en Hauskor (2006), en quela mise en abîme del octeto de chelos, formación ya explorada por el compositor en Su-Itzalak (1991), en el organismo orquestal incide en la cualidad frágil y palpable del timbre, dominado por la gradación minuciosa de las resonancias y por una inquietud rítmica que desemboca en un fantasmal espíritu danzante, cuya inminencia no absuelve la contradicción expresiva y el (imposible) diálogo: Lazkano en estado puro, invitación persuasiva al oyente para entrar, de su mano, en la casa del sonido…
Germán Gan Quesada