Pablo Queipo de Llano (Bilbao, 1971) se autocalifica de compositor neobarroco, pero yo creo que el término puede confundir a más de uno. En concreto a todos aquellos que identifiquen el prefijo con la actitud del que asume determinados principios del pasado –o, de forma difusa, su espíritu– para integrarlos en un estilo artístico moderno. Y no es eso. Porque lo que Queipo de Llano asume no son algunos principios del Barroco ni su espíritu más o menos difuso, sino el estilo, tal cual, íntegro, sin necesidad de cambiar ni uno solo de los procedimientos que usaron los compositores italianos entre, aproximadamente, 1710 y 1750. Su actitud no es pues la del recreador bien informado de lo antiguo, sino la del aventurero retrógrado. No es que se alimente de la música de Vivaldi o Albinoni para escribir la suya propia (que, en cierta medida, también), sino que ha integrado hasta tal punto aquel estilo en su forma de vida que se ha convertido en su manera natural de habitar la música, como musicólogo, como oyente, como intérprete, como compositor.
Después de un primer disco con una selección de 25 de las más de 40 fugas que tiene actualmente en su catálogo, aquí lo que se recogen son, además de otro par de fugas, conciertos y sinfonías, entendidas estas en el estilo tripartito de la obertura a la italiana o del concerto ripieno. Por esta música revolotea Vivaldi, claro, hasta tal punto que algunos temas del veneciano son empleados en el modo que haría cualquier compositor de la época con los de un colega, pero lo que mejor la define es su intención retórica: por eso las obras, y hasta los movimientos, llevan títulos. Pablo Queipo de Llano ha puesto en marcha su máquina del tiempo y hace desfilar ante nuestros absortos oídos gondoleros, céfiros, sueños, héroes y mitos de la antigüedad, todos cargados de sus correspondientes afectos. Hasta parece que el Ensemble Guidantus, italiano y joven, hubiera cruzado con ellos los siglos.
Pablo J. Vayón