Muy a menudo –ocurre, sin ir más lejos, en el amor– dos personajes que parecen nacidos para competir o desconocerse se alían, sin embargo, al descubrir sus secretas y fuertes similitudes. La viola y el violonchelo, así nomás, sin ayudas impertinentes, son capaces de armonizarse y crear una especie de tercera persona donde caben todos los registros de una orquesta de cuerdas. Pueden sugerir desde la gravedad del contrabajo hasta la agudeza del violín, y enriquecer sus timbraciones con una suma en la cual no importan los sumandos sino el resultado final. Cortejado por algunos selectos clásicos, ha interesado a músicos modernos que este singularísimo compacto rescata con mimo interpretativo y dominio instrumental.
Vaya por delante Hindemith, eximio compositor para la viola en solitario, que propone un ejercicio de clima ligeramente expresionista de exquisita maestría. Otro grande del siglo XX, Lutoslawski, se inclina, al revés de lo esperado, por la amabilidad bucólica de una suite en cinco movimientos que especula con evocaciones clásicas y guiños propios de un severo artista en un instante de relajada amistad. Más previsible es el juego de Milhaud, ya en plena estética del Grupo de los Seis francés, que prefiere la cajita de música contenida en una sonatina.
Sigmund Schul acude al irónico humor jasídico y lo hace bailar, en tanto Siegl y Raphael prefieren entregarse a un melodismo ecléctico y neoclásico de opíparos resultados que deben lo suyo al dominio instrumental y el cuidado armónico. Dejo para el final la singular figura de Rebecca Clarke, una violista inglesa que vivió entre 1886 y 1979, entre su tierra y los Estados Unidos. Recorrió el repertorio camarístico de su instrumento, al cual dedicó, en dúo ya descrito, una elegantísima improvisación que empieza con una nana y remata en una comedida agitación grotesca.
Blas Matamoro